Vinos para beber con hielo… y por qué no deberías sentirte culpable
Madrid en agosto no es para tímidos. El asfalto arde, las persianas bajan a media mañana y las terrazas se convierten en refugios donde el tiempo se mide por rondas. En ese contexto, la copa de vino también necesita adaptarse al calor. Y sí, ponerle hielo puede ser una gran idea. No es un sacrilegio, es sentido común. Igual que eliges un vaso alto para la cerveza o un abanico para el paseo, puedes ajustar la forma de beber vino para que sea más placentero en pleno verano.
De hecho, no estás inventando nada nuevo. El Mediterráneo lleva décadas bebiendo vino frío y diluido cuando el calor aprieta. En Italia, el spritz con hielo es patrimonio cultural; en Francia, el rosé se sirve helado junto a la piscina; en España, el tinto de verano y el rebujito son parte de la memoria colectiva. Incluso las casas de champagne y cava más prestigiosas han lanzado versiones “Ice” diseñadas para servirse con cubos grandes en copa ancha.
Claro que no todos los vinos reaccionan igual. Los tintos con mucho tanino y madera suelen sufrir con el frío intenso: se vuelven ásperos, la fruta se esconde y la estructura se desploma. Pero hay estilos que agradecen el hielo. Blancos aromáticos como el albariño, el godello o el moscatel seco, rosados secos y fragantes de Navarra o Provenza, espumosos brut o demi-sec, frizzantes e incluso tintos ligeros de maceración carbónica, como una garnacha joven o un mencía fresco. En todos ellos, el frío afila la acidez, suaviza el alcohol y alarga el trago.
La técnica también cuenta. El hielo debe ser grande, limpio y transparente, para que tarde más en derretirse y no agüe el vino en segundos. La botella conviene enfriarla antes; el hielo es un complemento, no el único frío. Llenar la copa solo hasta un tercio ayuda a que el vino se mantenga fresco y vivo; mejor reponer a menudo que dejarlo morir lentamente al sol. Y si te preocupa la dilución, siempre puedes usar uvas congeladas o cubitos hechos con el mismo vino.
Hay quien todavía piensa que añadir hielo es “estropear” el vino. No es así. Es adaptarlo. Lo importante es no usarlo para esconder defectos: un vino bien hecho se beneficia de un ajuste de temperatura, uno mediocre seguirá siéndolo, con o sin hielo. Lo que cambia es la sensación en boca, la textura, la vivacidad. Y cuando hace treinta y tantos grados, eso se agradece.
En nuestras catas de verano lo hemos probado: un albariño servido solo y, a los pocos minutos, con un par de cubitos. El contraste es revelador. La fruta se recoloca, la acidez brilla y la copa invita a un segundo sorbo más rápido. Lo mismo pasa con un rosado provenzal o un cava Ice con piel de naranja: la experiencia se vuelve más lúdica, más relajada, más estival.
Madrid, con su calor de agosto y sus terrazas bulliciosas, es el lugar perfecto para dejar los prejuicios a un lado. Un vino con hielo no es menos vino; es un vino que entiende dónde está y para qué momento se sirve. Así que la próxima vez que te sientes en una terraza cerca de la Plaza Mayor o en el salón fresco de nuestra tienda, no dudes en pedirlo frío… y con hielo si hace falta. La única norma que importa en verano es disfrutar.